Por Abogado Celso Núñez – Director de Canal-E Paraguay
A dos años de haber asumido la presidencia, Santiago Peña ha demostrado ser un hombre eficiente, disciplinado y metódico. Pero no para el pueblo paraguayo. Lo ha sido para los negocios, para los grupos económicos que lo impulsaron, para la élite financiera que hoy, bajo su gobierno, goza de privilegios blindados mientras el país se hunde en una decadencia silenciosa pero sostenida.
En cada rincón del Paraguay real —no el de las cumbres ni los foros internacionales— se siente el deterioro: escuelas sin techos, hospitales sin insumos, rutas destrozadas, comunidades abandonadas y un sistema de seguridad que ya ni siquiera intenta contener la ola de criminalidad que golpea a diario. ¿Y qué hace el presidente mientras tanto? Presenta al Paraguay como un paraíso de inversión, como un laboratorio de estabilidad macroeconómica, como un país modelo para el capital, aunque en el suelo todo se esté cayendo a pedazos.
No se trata de una metáfora, se trata de hechos. Mientras miles de paraguayos hacen malabares para acceder a medicamentos, el Instituto de Previsión Social —bajo esta administración— invirtió millones en bonos de Ueno Bank, el primer banco digital del país, estrechamente vinculado al entorno del presidente. Peña declaró haber vendido sus acciones. Bien. Pero lo hizo después de que se destapara la olla, después de que la inversión ya estaba aprobada, después de que la ley de conflicto de intereses había sido debilitada. ¿Casualidad? Difícil creerlo.
Pero Ueno no es el único caso. Empresas relacionadas directa o indirectamente con el exministro de Hacienda, hoy transformado en mandatario, han ganado contratos por cifras astronómicas durante estos dos años. Y mientras esos números suben, la confianza ciudadana baja, porque no hay discurso técnico que tape la realidad de un país que no encuentra respuestas ni en sus ministros ni en su presidente.
A eso se suma el deterioro institucional. Las decisiones del Congreso, muchas veces alineadas con intereses personales o de cúpulas, se han traducido en más impunidad y menos control. La transparencia, tan usada como eslogan, es hoy una palabra hueca. ¿Qué hay más opaco que invertir fondos jubilatorios en bancos privados donde el jefe de Estado tenía participación?
La seguridad, por su parte, ya dejó de ser prioridad. Los sicarios disparan a plena luz del día. Las denuncias de abuso, corrupción y violencia se acumulan sin resolución. Y lo más alarmante: la gente se resigna, siente que protestar no sirve, que exigir justicia no cambia nada, que el gobierno ya no es un mediador del bien común, sino un gestor de negocios entre amigos.
No se puede gobernar un país con mentalidad de CEO. No se puede mirar las estadísticas de crecimiento mientras la mitad del país no tiene qué poner en la mesa. No se puede hablar de innovación financiera mientras en las escuelas se sigue escribiendo con tizas rotas y se enseñan contenidos del siglo pasado.
Santiago Peña llegó al poder con un relato de renovación, de eficiencia, de juventud preparada para transformar Paraguay. Dos años después, ese relato se ha convertido en una fachada detrás de la cual el país se administra como un activo financiero más, no como una comunidad de seres humanos que merece vivir con dignidad.
Puede que Peña sea buen economista. Puede que haya logrado atraer inversiones. Pero el problema no es lo que hizo para los de arriba, sino lo que dejó de hacer por todos los demás.
Y eso, señor presidente, tiene un costo. Que tarde o temprano se paga.